COLECCIÓN RELATOS DE TERROR HALLOWEEN 2001
Marcos (Rodrigo L. Portasany)
Marcos se asoma a la ventana, o mejor dicho se aplasta contra ella. Afuera las cosas pasan
a mucha velocidad, con ritmo y es como una bendición que eso ocurra. Veinte minutos
estuvo parado el tren hace un rato. Veinte minutos sin avanzar un metro y conformarse con
ver como una vaca lo miraba fijamente fue patético. Aunque hablar de patético cuando se
habla de Marcos es como algo muy recurrente. El vidrio se empañaba mucho así que
Marcos sacaba constantemente su pañuelo marrón del bolsillo para limpiarlo. Luego lo
doblaba bien prolijo como le gustaba hacerlo y lo devolvía a su lugar. Así estaba tranquilo,
cada cosa debía estar en su lugar. Siempre.
Las lámparas que ahora brillan, se había apagado lentamente, no sin antes librar una batalla
en cámara lenta entre el brillo y las sombras. Luego ya no era luz, era oscuridad, y
murmullos de la gente que viajaba en ese tren, el expreso Once-General Pico. El sistema de
iluminación es de los viejos, anda a dínamo. O sea, anda mientras el tren anda, luego
cuando el tren para la luz empieza a apagarse. Por eso no había andado hasta que el tren
volvió a arrancar.
La vaca, cinco, diez, quince, veinte minutos, el campo, el ruido de los durmientes y las vías,
y de nuevo el movimiento. Atrás quedó la vaca. Primero un bamboleo, luego una pequeña
brisa, por fin las luces y por último lo que a Marcos le fascina: el paisaje moviéndose,
estirándose.
La noche ya es una realidad y ya casi nada se ve afuera. Marcos deja sola la segunda
ventana del primer vagón y camina por el pasillo en busca de otra ventana. Se para en la
puerta y mira nuevamente por la ventana repitiendo el ritual. Pasillo, puerta, ventana,
pasillo, puerta, ventana. En el camino grita una canción, sí la grita. Nadie podría llamar
cantar a eso que Marcos hace. Su voz es estridente y mas desafinada que lo que cualquiera
pueda imaginar. La situación parece sacada de un programa de cámaras ocultas. Una mujer
ahoga un gritito de sorpresa que se acerca tanto al miedo que hasta parece serlo. Tres
hombres con pinta de trabajadores se ríen abiertamente. Ninguno de ellos huele a perfume,
ni siquiera a desodorante. Los tres lo conocen, siempre viajan en ese tren los viernes y esa
no es la primera vez que lo ven. Marcos forma parte de un paisaje en movimiento, como el
tren, como La Pampa. La mujer se calma, y a la vez se avergüenza, al ver la situación
distendida. Lo supone inofensivo y tiene razón. Ese es su primer viaje en ese tren, alguien
cercano la espera en la estación de Pico para hospedarla por unos días. Son sus vacaciones.
Merecidas por cierto. Vacaciones, ya casi no recuerda como se siente uno en vacaciones.
“Mi amor es azul como el mar azul” – vocifera Marcos mientras va cumpliendo con su
ritual: primero mirará por cada ventana de cada puerta que mira al sur, de punta a punta del
tren, los nueve vagones. Luego volverá a donde comenzó pero cambiando de lado del tren,
mirará por cada ventana al norte, sin saltearse ninguna. Si lo hace, si saltea aunque sea una,
seguramente, algo lo castigará. Algo malo le sucederá. Marcos no sabe muy bien qué pero
ese “algo” lo castigará duramente y lo tendrá merecido.
“...como el mar azul...”- vuelve a gritar. Siempre interpreta temas melódicos, a letra
completa. Es un romántico. Un romántico en serio. Marcos tiene muchas falencias, muchos
puntos oscuros. Puntos que lo diferencian de otras personas que no son como él. Los
demás, los llama. Eso él lo sabe. De distancias sí que sabe. Él no es igual a todos, es
distinto. Pero no está triste, una vez alguien le (mintió) dijo que se curaría. Que llegaría a
ser uno mas. Espera ese día desde ese momento. Lo espera con ansias.
Marcos sabe que mucho no sabe, pero sabe algo que lo moviliza. Sabe que ella lo espera,
que ella aguarda a que llegue. Lo ama. Lo ama tanto como él la ama a ella. Ella es rubia y
se sienta en una estación en una terminal de tren. Lo sabe, lo soñó. La puede ver en un
banco de madera frente a un cartel de estación. Algo dice en el cartel pero Marcos no sabe
leer, ni sabe donde queda ese lugar. Ni puede preguntar a nadie por ella. El tren llega y se
detiene, mucha gente baja. No tanta como en la capi, pero si mucha. Suben otros, el tren
arranca y se va por donde vino. Desaparece. Ella sigue ahí. Mira. Lo busca. Él le dice que
llegará, que espere, pero ella no puede escucharlo. Es un sueño, eso Marcos lo sabe. En los
sueños muchos parecen no escuchar.
Al despertar y ya no vuelve a verla. Entristece por un rato, pero la esperanza de encontrarla,
de viajar y viajar hasta llegar a ella, lo saca y lo alegra. Marcos sonríe. Sonríe siempre. En
eso también es diferente.
Marcos es gordo, un gordo gigante. Desagradable. Su cara no es armónica. Algo pasa con
sus ojos. Incomoda. Mira e incomoda. La gente lo evita.
Marcos también es adorable. Adorable en su desparpajo, adorable en su desamparo. Su pelo
es rubio y brilla con el sol como si fuera refractario.
El tren avanza raudo y se detiene, avanza y detiene. Se parece un poco a Marcos con su
ritual. Afuera la noche es tan cerrada que parece que a los costados del tren todo se ha ido.
Ya ninguna vaca mira al chico a los ojos, pero él mira hacia fuera como buscando algo
importante. Y canta, bueno grita. Los pasajeros duermen, muchos en sus asientos,
incómodos y rectos; otros en el piso porque así el pasaje es mas barato. Gratis a veces. El
aire huele a tedio, alguien ronca. En el rumor de un walkman se puede distinguir a
Piazzolla. Todos pueden distinguirlo.
Pasan pueblos y estaciones. Marcos está radiante esta noche.
- “Azul, azul, azul” –repite constantemente. Parece haber olvidado las palabras intermedias.
Se siente con suerte. Un loco con suerte parece una alegoría a algo, pero nadie asegurar a
que. Esta vez no va a ser como las diez u once veces anteriores (ya ha olvidado la cantidad
exacta). Esta vez ella estará allí. Radiante, misteriosa, eterna. Y lo más importante: solo
para él.
Por fin se detiene, después de dar cinco vueltas al tren, cinco mirando al sur, cinco al norte.
Se apoya en un pasillo contra una pared y se adormece. Cinco, diez, quince minutos. Casi
veinte. Afuera, las siluetas de las cosas empiezan a adivinarse con la llegada del amanecer.
Está nublado. Seguramente llueva antes del mediodía. Luego despierta. Se acomoda la ropa
y vuelve a caminar.
- Es increíble la energía que tiene con lo poco que debe comer – un pasajero le comenta a
otro que asiente con la cabeza sin dejar de mirar por la ventana.
Marcos va en silencio pero seguramente volverá a cantar (gritar) cuando llegue al vagón de
la señora que se va de vacaciones. Ella no aprendió la lección de la noche anterior, así que
volverá a asustarse.
Los minutos pasan y la gente comienza a sacudirse la modorra y el aburrimiento. Terrible
aburrimiento se genera en toda una noche de viaje, más si uno no puede dormir. Además
los asientos parecen conspirar contra el sueño, parecen estar para molestar. Su diseñador no
debe haber sido un tipo muy feliz en la vida.
Un bebe llora, un nene pregunta a alguien que no conoce por el tiempo que falta para Pico,
varios bufan. Marcos sonríe.
Dos horas pasan y no hay nada nuevo para ver. El tren frena y arranca, frena y arranca.
Marcos frena y arranca, frena y arranca. Las luces se prenden y se apagan...
-Mi amor es azul como el mar azul, azul como el mar azul...
Pico está cerca, a minutos nomás. El paisaje está bañado de luz, luz de sol cubierto, luz gris.
Marcos abre los ojos, no entendiendo bien que pasa. El tren está detenido y no hay nadie a
su alrededor. Ya no hay paisaje pampeano afuera sino una estación amplia y austera. Una
terminal.
-Debo haberme dormido parado - piensa. –Pero es raro, nunca duermo dos veces en una
misma noche.
De golpe, a través de la ventana ve la estación y una catarata de sensaciones atropella su
cuerpo. Tiembla, de pies a cabeza. La emoción es muy fuerte, se siente raro. Ella, sí, ella
debe estar ahí. Esperándolo. El ha sido malo, descortés. La ha hecho esperar mucho. Quizás
demasiado.
-Dormirse fue una estupidez- se reprocha. No pude haber estado peor.
En ese momento irrumpe en la cabeza un pensamiento que lo llega de espanto: y si ella ya
no está? Si se ha ido? Si se cansó de esperarlo? Si pensó que ya no vendría?
- Pero, cuanto dormí? Minutos? Horas? –piensa casi en voz alta. Está confundido.
Entonces, la inquietud se transforma en electricidad y se vuelca en cada músculo de su
cuerpo. Corre. Corre a mas no poder. Él es campeón. Marcos es el campeón.
Los vagones quedan atrás, uno, dos. Son como vallas. Tres, cuatro. Llega. El primer vagón
también está vacío. En realidad cada uno de ellos está vacío. Ya no está nadie.
- Será tarde? – piensa, ingenuo.
Ni los tres trabajadores, ni el bebé que llora, ni el niño impaciente, ni la mujer de
vacaciones. Nadie. Ni guardas, ni motorman. El tren es un desierto. Por la puerta abierta de
la vacía cabina del conductor se ve la vía que continúa unos metros mas y que termina
abruptamente en una barricada de detención donde tampoco hay nadie. Afuera, un andén
modesto y un poco castigado por el tiempo también se pliega al panorama.
¿Donde están todos? – piensa, pero su mente enfoca solo en la rubia de sus sueños. Es la
estación de Pico, no cabe duda. También es el cartel de madera que no supo leer nunca.
Eso es todo lo que ve cuando baja del tren pero hay algo que no encaja. Hay algo raro que
presiente. Para de correr pero sigue caminando. La gravilla del andén es gris y cruje cuando
Marcos la pisa. Eso no es extraño, él pesa mas de noventa kilos. Lo raro es el color. Es un
gris como irreal. Marcos se siente como caminando en la luna. Ahora sí que tiene miedo, un
miedo autentico e inédito, un tipo de miedo que linda con lo irracional. Todavía quiere
encontrar a la rubia, en realidad es lo único que quiere. La necesita. Pero las cosa han
cambiado un poco. Ahora necesita que lo proteja. Es como un niño, un gran niño gigante.
Ya no quiere una novia, ahora quiere una coraza. Hace cinco pasos mas y una brisa lo
detiene. Y prácticamente lo obliga girar su cabeza. Sus ojos le transmiten lo que siempre
quiso ver, pero preferiría estar viendo otra cosa. El andén vacío, por ejemplo.
Gira, la situación es histérica. La rubia avanza hacia él. Marcos casi sin notarlo también
avanza hacia la chica. El miedo es como una catarata inmensa que llena el mundo. El chico
se resiste pero con cada segundo que pasa un músculo mas se subleva a su control.
Cincuenta, cuarenta, veinte metros los separan. Los amantes van a unirse. Diez, cinco,
Marcos se relaja. Tres, uno, eternamente.
FIN
El Viejo Tiempo
Héctor Álvarez Sánchez
UNO
1
Surgió de la Nada, a poca distancia de la Interestatal 15, a medio camino entre Daulon y Carseny. Se sacudió el polvo rojo adherido a los zapatos y miró a derecha e izquierda. El sol se ocultaba como suele hacerlo cuando los veranos tienden a su fin. De una manera rápida y sin dejar huellas…Eran las 8:45 de la tarde y el día parecía próximo a desaparecer. Pero, aún así, hacía calor. Mucho calor. La jornada había sido particularmente sofocante. Desde primeras horas de la mañana la temperatura se había disparado, rebasando en todo momento los 35 grados centígrados. A medio día las carreteras despedían una débil neblina, como un espejismo, que hacía creer que estaban mojadas. El asfalto se derretía bajo la presión de las ruedas de los escasos coches que pasaban por allí. No era un lugar muy frecuentado. A ambos lados de la Interestatal se extendía un infinito manto rojizo. Era un desierto sin límite aparente. El horizonte mezclaba el azul del cielo con el rojo de la arena, proporcionando un fondo pardusco y desolador. Una planta rodadora pasó en ese momento por delante del recién llegado. Se detuvo un instante, como un perro olisqueando el ambiente, y se alejó de inmediato, mecida por el fuerte viento que acababa de levantarse. Algo la hizo alejarse. Quizá la sola presencia del extraño que la miraba con los ojos ausentes. El hombre comenzó a andar hacia la carretera. Atravesó la árida superficie y la arena apenas le rozó. Le tenía respeto. Llevaba puesto sólo ropa oscura. Casi todo de color negro. Pantalones negros, gabardina larga negra, jersey negro y una desgastada camiseta debajo. Zapatos negros y gafas de sol… negras también. Al llegar al arcén, volvió a mirar a uno y otro lado. Olfateó el aire y se dirigió a la izquierda, en dirección a Carseny. Comenzó a caminar por el centro de la carretera y un camión cargado con tierra rojiza de una cantera próxima a Daulon tocó su potente bocina. El conductor se vio obligado a echarse a la cuneta para no atropellar al tipo de la gabardina. Tuvo suerte y la rueda que más se había acercado al borde no lo traspasó, con lo que se salvó de un fuerte encontronazo. El camión habría volcado a la derecha, y con todo el material que cargaba, la inercia tendría un buen motivo por el que ponerse en marcha. El conductor sujetó el cable de la bocina y lo agitó durante un buen rato, haciéndola sonar lo más violentamente que pudo, hasta que el sonido se extinguió en la distancia. El caminante no varió para nada la expresión de su cara. Se limitó a avanzar hacia su objetivo. Caminó hasta el comienzo del amanecer. Maldiciéndose interiormente por haber calculado mal el lugar de la materialización. Quizá así sea mejor, pensó. Nadie verá que desde un determinado punto unas huellas de zapatos desgastados se dirigen a la carretera. Comienzan allí… pero no provienen de ningún lugar.
2
Doug Raksin apagó el hornillo pequeño de la cocina de gas. Estuvo a punto de derramar una parte de la leche de su desayuno, comenzó a hervir y casi se descuida. No le gustaba quitar esas manchas. La leche quemada y pegada en los fogones era particularmente difícil de limpiar. A lo peor me estoy volviendo senil, pensó. Pronto eliminó esa idea de su cabeza. No estaba senil. Ni lo estaría nunca. Moriría con la cabeza bien alta, sin locuras ni paranoias de viejo. Arrugado y calvo, eso sí… pero loco jamás. Aún tenía edad suficiente para armar follón en el pueblo, los viernes por la noche y algún que otro sábado, en el bar de Keith Bresler. La gente que pasaba por allí solía tener su edad, pero eso no importaba. Se sentía joven al lado de los suyos y también al lado de los propios jóvenes. La Cuarta Edad era un nombre apropiado para el tugurio. En la tercera edad están los viejos que balbucean y dejan escapar sonoros bufidos por entre sus dientes. Las dentaduras postizas están de moda en la tercera edad. Las arrugas les cierran los ojos por la presión y la vista del mundo se vuelve débil, oscura, neblinosa… y ellos están fatigados. Es como si se hubieran pasado la vida corriendo y ahora les pasaran factura sus piernas, pulmones y corazón. Todo se desmorona, todo se hunde a su alrededor. Caminan cabizbajos. Por una parte su edad les impide estirarse completamente, pero por la otra… tampoco lo desean. Ven jóvenes a su alrededor y no soportan ir más lentos. No consiguen ser buenos perdedores. Con su edad y aún no lo han aprendido… —Quizá sean cosas que nunca se aprenden —se dijo Doug en voz alta. Y, sorprendido e irritado al mismo tiempo, cerró la boca y miró en todas direcciones. Estaba solo y nadie le había oído. No estaba senil, se envalentonaba diciendo eso por el pueblo. Si alguien le hubiera escuchado… se habría acabado todo para él. Tenía 80 años y la cabeza en su sitio. Podía hablar sólo de vez en cuando. ¿Qué mal había en ello?. No tenía ningún amigo invisible, sólo hablaba consigo mismo. Sólo… Hizo un movimiento brusco con la cabeza y dio por zanjada la conversación. Dos no hablan si uno no quiere… y Doug había decidido por las dos personas. Su parte derecha de la cabeza y su parte izquierda. Este pensamiento le hizo gracia, le recordó un viejo chiste de su juventud, un hombre le decía a su psiquiatra que tenía doble personalidad y el psiquiatra, sin perder su compostura le decía al paciente que se sentara, que entre los cuatro lo arreglarían. Era absurdo, pero a la vez real como la propia vida. Crees que tienes un problema y cuando te das cuenta, todo el mundo a tu alrededor tiene el mismo problema, además de los suyos propios. Todo el mundo sufre por lo mismo. Aunque cada uno le dé un nombre distinto. Había aprendido eso al avanzar a través de los años. Aunque… qué demonios. Tampoco tenía por qué saber tantas cosas. Era aún muy joven. Cogió un tazón del estante y vertió en él la leche caliente. Pequeños grumos de nata flotaban en la superficie, como si a la leche le hubieran salido diminutas manchas de humedad. No era una visión especialmente apetecible, pero la leche era la leche. Y se la iba a beber se pusiera como se pusiera. Cruzó la cocina y se agachó frente a una pequeña puerta. En la acción le crujieron más huesos de los que tenía en el cuerpo y estuvo a punto de soltar un gemido. Pero no lo hizo. Era un tipo fuerte. Y nadie debía pensar lo contrario. Nadie. Abrió la puerta y cogió el primer paquete de galletas que tocó. Se lo llevó a la mesa y lo posó junto a la leche. Sacó una cucharilla del cajón de los cubiertos y la metió dentro. Se fijó cómo se hundía y salían burbujas en el descenso. Mientras tanto sacó la mayor parte de las galletas y las colocó en un montón junto al tazón. Cuando hubo amontonado más de la mitad de las que contenía el paquete las cogió todas a la vez y las metió entre la leche. Las apretó con la cuchara y escuchó el sonido que producían al ser estrujadas. Era como un cráneo al ser apretado hasta reventar. Había un sonido 6 gomoso y húmedo que se mezclaba con un chasquido. Y los dos juntos formaban música a los oídos de Doug. Él era el compositor y el músico. Llevaba la batuta y hacía de público. Era algo maravilloso. (no estoy loco) Las dudas le asaltaban. Y lo hacían desde que él tenía consciencia. Hacía tanto tiempo de aquello… (un sonido gomoso, húmedo) Mezcló las galletas con la leche y lentamente comenzó a tragarse la papilla. Para sus ojos el color blanco de la leche no existía. Había sangre, mucha sangre. Pequeños trocitos de carne flotaban sobre ella. Y él se la estaba comiendo. (un chasquido) De repente sintió como si le abofetearan. Abrió los ojos y se dio cuenta de que había estado soñando. En unos segundos había bajado los párpados y con ellos la guardia. La papilla de las galletas con la leche seguía estando allí, pero era blanca. Tan blanca como roja había sido en su imaginación. Con manos temblorosas intentó recoger la cucharilla posada en… (como un cráneo al ser apretado y reventar contra) …el suelo. Se había caído durante su lapsus mental. Seguro. Limpió la cucharilla y la leche que había a su alrededor. Cuando recompuso sus ideas y comenzó el desayuno, por la ventana se advertía cómo el sol había alcanzado ya una altura respetable. El calor aumentaba por momentos. Los rayos de luz se reflejaban a modo de bruscos fogonazos en la cucharilla de Doug. Miró hacia fuera y vio a un hombre caminando por la Interestatal. Se dirigía a su casa. No había ninguna otra más cerca. El chico tenía toda la pinta de haber sufrido un accidente. Seguro.
3
Rob Dornish dormía pensando en su vida. Soñaba con los buenos años. Soñaba con su juventud. No se movía pesadamente ni con dificultad. No huía de ningún monstruo, y las tinieblas no se abatían sobre él. Su sueño era apacible y antiguo. Estaba reviviendo una parte de su juventud. Reposaba con la cara hacia el techo. Los ojos se movían bajo los párpados vertiginosamente. Su respiración era en ocasiones entrecortada y sus labios dibujaban silenciosamente la mueca de una sonrisa, una sonrisa desdentada y confusa, pero basada en sonrisas del pasado. La pasión de su juventud, el amor de años perdidos, la muerte de la amistad, la desaparición de sus eternos amigos… todo se juntaba y se separaba en su mente, en su sueño. Se contraía y estiraba. Se entrecruzaban recuerdos y luego eran colocados en perfecto orden y armonía. Era un hombre sumergido en la vida. Y su vida era su sueño. Recordaba partidos de fútbol con sus amigos. Recordaba las salidas nocturnas y alocadas. Pero sobre todo recordaba nombres. Eran nombres de amigos, enemigos… y chicas. Había sobre todo una que lo había sido todo para él. Una a quien amó y por quien fue amado. Una chica perdida en el insondable pozo del tiempo. En aquellos días sólo contaba 19 años. La chica en cuestión tenía uno menos. Y su nombre era Marsha Lene… Rob la llamaba Marsh y ella a él Robbie. Los dos fueron como uno solo. Pero todo cambió en poco tiempo. Cuando Rob llega a este punto sus recuerdos se hacen excesivamente vívidos y los ojos se mueven aún más rápido que al principio. No es un buen recuerdo, pero hasta los peores recuerdos son buenos si ella está presente. Vuelve a encauzar su imaginación y retrocede en el tiempo hasta el momento en que se conocieron, dos semanas antes de fin de año del año perfecto. Y ese mismo día, entre el final del año y el año nuevo, comenzaron a salir… 7 Oye la música que sonaba de fondo aquel día, en el bar donde con un beso hicieron oficial su unión. Bailaron y se hundieron uno en los brazos del otro. Y un ciclo comenzó. Todo acabaría un año más tarde, pero eso Rob no podía saberlo. La noche se hizo corta y ella tuvo que marcharse pronto. En su casa no le permitían salir hasta muy tarde. Rob se quedó con el mejor amigo que ha tenido jamás, Will Bresler. Los dos acabaron juntos la noche, desayunando en un bar medio vacío, a las 9:00 de la mañana. Rob le contó a su amigo lo sucedido con Marsh. Él le dio la enhorabuena y ambos se marcharon a casa en el coche de Will. Fue una noche mágica para el hombre que 57 años más tarde duerme todo lo apaciblemente que es capaz, y en su sueño hasta el más mínimo detalle aparece como una violación del tiempo. El propio sueño parece más real que la propia realidad. Una realidad donde está incluido el Viejo Robbie, un tipo con 77 años que aparenta tener otros 10 más. Un hombre que vive tras incontables arrugas y una dentadura postiza. Los días no le han pasado en balde, le han aplastado en su avance. Siente cómo hora tras hora sus músculos pierden tensión, sus huesos parecen fragmentarse con cada movimiento. La sutilidad y fineza del pasado se ha extinguido. Sus movimientos no son gráciles, si lo fueran quizá muriera en el esfuerzo. Pero ahora nada de eso le preocupa. Está en otro espacio, en otra época… un lugar donde puede volar, correr, amar. Está donde siempre se introduce cuando quiere ocultarse del mundo, cierra los ojos y no le hace falta ni siquiera entrar en un sueño profundo. Sólo con querer volver lo consigue. Y ve aquello que se ha terminado, observa movimientos apagados y sentimientos oxidados y rotos por el paso de incontables meses. La ventana está a los pies de su cama, al fondo de la habitación. Está abierta, porque el calor y la humedad nocturnos son tremendos. La luz del sol que ha comenzado a ascender en el horizonte le golpea ya en los ojos. El ritmo de su parpadeo interior comienza a disminuir. Su respiración cambia de tono y se vuelve un poco grave al principio y sumamente silenciosa a continuación. Está despertándose. Abre los ojos a duras penas y se lleva una mano a la cara para tapárselos. Ha salido del sueño. Ha vuelto a la auténtica realidad que es en realidad la pesadilla para Rob. Comienza a levantarse y los huesos le tiemblan, como si sólo estuvieran formados por cartílago. Cuando consigue calmar la involuntaria vibración de sus extremidades se sienta en el borde de la cama. Se detiene un momento a recapacitar sobre lo que ha vivido cuando dormía y mira hacia el cristal de la ventana, intentando olvidar la frustración que le produce haber despertado. Al fin logra levantarse y ordenar su mente. Coloca en la mesilla un portafotos con una imagen de Marsha que ha debido caerse durante la noche y se asoma a la ventana. Un poquito de aire fresco no le vendrá mal para secarse en parte el sudor que le corre por los lados de la cara. Está totalmente calvo y el sudor le da el brillo característico de una enorme bola de billar, es algo que siempre le ha parecido divertido… siempre ha sabido reírse de sí mismo. Y también se ha reído algo de los demás, ¿por qué no?, todo el mundo es divertido en ocasiones y decadente y triste en otras. Si en las segundas cuando suceden lloramos y nos lamentamos… ¿por qué no vamos a disfrutar de las primeras?. Su vida ha estado plagada de ambas sensaciones y sentimientos, Marsha y el humor son el mejor resumen de Rob. Y él lo sabe y le gusta que sea así. Siempre ha recibido duras críticas por ello, críticas que han soportado el paso del tiempo. Si se refería al humor, todos le decían que su mezcla de humor gráfico inglés con el humor de lo absurdo era sólo eso, absurdo. Sus bromas quizá tuvieran una sutileza impropia que nadie comprendía. Eso era un consuelo, no era ineptitud, sino sólo incomprensión y en cuanto a lo de su añorada Marsh… su mejor amigo del pasado (y en realidad de toda su vida) le dijo en una ocasión, unos meses después de que ella le dejara, que había encontrado la mujer de su vida. Marsh era la única mujer en la vida de Rob… ¿y qué importancia tenía eso cuando no estaba ya con ella? Pues tenía toda la importancia del mundo, no se trataba de tener a una 8 persona y creer que es absolutamente genial, el auténtico valor está en, una vez que se ha perdido (y durante decenas de años) pensar que ha sido genial… y que lo seguirá siendo. Se pasó años diciendo que la quería. Ella nunca volvió con él. Sus amigos ya no sabían qué decirle… que había otras mujeres en la vida, que había muchos más peces en el mar… y Rob lo sabía, estaba seguro de ello, pero lo perdido, perdido está y el afán de recuperación es lo único que le motivó y le motiva. Considera que ha llegado a la cima de todo y que cualquier otra cosa estaba muy por debajo de Marsh. La había amado y lo seguiría haciendo. Siempre… Quizá fuera una idea equivocada, pero era una idea de todas formas. Una idea que, de una u otra forma, parecía tener una duración eterna. Y siempre igual de intensa. Desde la ventana ve la casa de Doug, y mientras piensa que es un viejo cascarrabias que se resiste a admitir su propia oxidación, se seca con el dorso de la mano una lágrima diminuta que le ha surgido de su ojo derecho… parecía el síntoma de una alergia. Y esa alergia se llamaba pasado. Y su cura era el recuerdo. Advirtió una figura acercarse a la casa de Doug, sea quien fuera estaba totalmente vestido de negro, a simple vista. Quizá fuera un familiar, pero no lo creía. Llegaba caminando por la Interestatal. Caminaba de una forma cansada y se advertía un leve cojeo. Pero algo en esa forma de andar parecía falso, era como si pretendiera aparentar más sufrimiento del que realmente padecía. Quizá hubiera tenido un accidente unos kilómetros atrás. Era algo probable. No era la primera vez que ocurría. Y siempre iban a casa de Doug, era la que estaba al borde de la carretera, la de Rob estaba a unos trescientos metros de la primera, pero internándose en el desierto. El pueblo estaba de ellos a cuatro kilómetros de distancia. Nunca se habían llevado excesivamente bien Doug y Rob, y el destino les preparó el mal trago de tener que vivir juntos, puerta frente a puerta, y a una enorme distancia del lugar habitado más cercano. Pero de todas formas Rob no tenía excesivos problemas con Doug, siempre se pasaba el día en el pueblo, en el bar La Cuarta Edad. Solían venir a buscarle. Y si no lo hacían, cogía un viejo coche y se acercaba él mismo hasta el tugurio. Se resistía a envejecer y estaba loco. Curioso tipo ese Doug, pensó Rob. Y mientras pensaba en ello observó aún más atentamente por la ventana. El hombre ya había llegado a la entrada. Y Doug salía a recibirle.
4
—Hola. —Dijo el extraño. —¡Buenos días! —Replicó Doug, en un tono pseudoagudo, como imitando una voz 30 años más joven que la suya.— ¿Ha tenido un accidente? Doug mantenía una leve sonrisa, para no asustar al extraño más de lo que debiera, si había sufrido un accidente no le apetecería encontrarse con un tipo huraño en medio del desierto… había que mostrarse amable y ufano. Su amabilidad y su ufanidad desaparecieron en el instante en que el hombre abrió la boca y pronunció sólo una palabra: —No. No era la propia palabra en sí, fue la forma en que la pronunció y la mirada que sostenía en ese momento. A Doug le recordó el desierto en los días calurosos como los que estaban sufriendo. Recordaba cómo una vez, siendo aún un niño, se adentró demasiado en el desierto. Se asustó al ver sólo dunas a su espalda, que ocultaban su casa. Comenzó a gritar y, aunque cinco minutos más tarde su padre llegó a recogerle, él había tenido tiempo para quedarse completamente aterrorizado. Veía dunas por todas partes, dunas rojas como la sangre, dunas hirvientes como el sol que le golpeaba en los ojos. Y ahora era eso lo que veía en los ojos del hombre, por un instante habían adquirido el color de las dunas ardientes, se volvieron arenosos y flotantes. Y eso, junto con la sonrisilla que esbozó, lo convirtió en un espectáculo atroz. Doug procuró reaccionar para no darle ventaja al hombre, aunque le costó realmente esfuerzo conseguirlo. —E… entonces, ¿Qué ha pasado? —Entremos en la casa, debo decirle algo. —¿No puede decírmelo aquí fuera? —No. Otra vez aquella palabra. Y otra vez la actitud de enfado del hombre. Volvió a adquirir una apariencia impropia, inhumana. Al parecer estaba acostumbrado a conseguir lo que se proponía. Siempre. Y a toda costa. —No puedo dejarle entrar. —Doug tragó saliva —Si no me dice lo que quiere no le dejaré entrar. El fuego de los ojos se avivó y su mueca de sonrisa demoníaca se convirtió en un gesto de rabia contenida. —Quiero hablarle de Rob. Doug se quedó unos segundos pensando en lo que el hombre le había dicho. ¿A qué Rob se refería…? ¿No sería…? —¿El Viejo Robbie? —Sí, el mismo. —¿Pero qué…? —Entremos Doug, Rob está asomado ahora a la ventana y nos observa. No debe saber quién soy yo. Es mejor que piense que un accidentado ha llegado a tu casa. Doug levantó la vista y le vio, vio a Rob asomado a la ventana, como le había dicho aquel tipo. ¿Cómo sabía su nombre? ¿Realmente era importante aquello que podía decirle? ¿Y… por qué tenía tanto miedo? —Pase, y será mejor que lo que quiera decirme sea importante. Tengo que bajar luego al pueblo. Debo hacer cosas importantes. —Será sólo un momento… Ambos entraron en la casa. Primero el tipo extraño y luego Doug. El cuál se quedó mirando durante unos instantes la casa del Viejo Robbie. Le vio asomado y esforzándose por ver mejor lo que sucedía. —Sólo eres un Viejo sentimental, un tipo que deja pasar los años por encima sin intentar impedirlo. Eres un imbécil, Robbie. —dijo en voz baja, casi susurrando. Acto seguido entró en la casa, esperando escuchar lo que aquel hombre quisiera contarle. Quizá realmente fuera importante.
5
Rob permaneció unos segundos más asomado a la ventana. El extraño ya había entrado en casa de Doug. Le había sorprendido la forma en que Doug le miró un momento antes. Parecía ya saber con quien se encontraría. Sabía de antemano que Rob estaría asomado. Eso le hizo sentirse extraño. ¡El voyeur del desierto anda suelto!, ¡Busquen refugió detrás de cristales tintados!. Rob sonrió ante la alocada idea y continuó asomado. Un débil viento le acariciaba la cara. Aún no había comenzado a hacer realmente calor. En las próximas horas nadie aguantaría más de un minuto bajo el sol sin abrasarse. Decidió ponerse en marcha. Un tipo como él no podía permitirse perder el tiempo, ya había perdido demasiado en el pasado. Una persona se pasa la mitad de su vida durmiendo, y una cuarta parte (o algo parecido) en el baño… por lo tanto él había dormido e ido al baño más que los demás, por que no recordaba haber vivido intensamente salvo en contadas ocasiones. Si pudiera y supiera escribir un libro lo 10 haría sobre su vida, y ese libro sería como un folleto indicativo de una agencia de viajes, 50 o 60 hojas nada más. Y quizá algún día lo hiciera… sus neuronas morían ahora a mucha mayor velocidad de lo que lo habían hecho siempre y si escribía su vida, cuando le llegara la etapa de Alzehimer o alguna otra cosa parecida (cualquier síntoma de senilidad), sólo tendría que repasar el pasado en el libro. Si es que realmente merecía la pena ser repasado. O si realmente algo era olvidado. Marsh no se iría nunca de su mente, eso sería lo más probable. Por ello Rob no tenía la menor intención de escribir nada. Sabía que aquella chica no se marcharía nunca de su mente. Y sabía también que todo lo demás que había vivido podría ser olvidado sin que sucediera nada por ello. No era realmente importante. No era útil. Debía llevarse a la tumba algo más emotivo, debía llevarse el recuerdo de Marsh. Sólo eso. Y afrontaría la eternidad con las suficientes provisiones. Se apartó de la ventana y pensó que debía moverse. Tenía bastante trabajo. Hacer su cama, prepararse el desayuno, alimentar a las gallinas y a los cerdos… Y luego dormir. Y más tarde soñar.
6
—¿De qué se trata?— Doug observaba cuidadosamente al recién llegado. No podía perder de vista ninguno de sus movimientos, podía ser un tipo peligroso. Y realmente lo parecía. De todas formas estaba relativamente seguro, tenía un arma en uno de los armarios, en un tarro opaco que en teoría utilizaba para las galletas. Demasiada gente accidentada aparecía por allí, y los riesgos a correr debían ser mínimos. No tuvo ninguna duda de su propia velocidad, llegaría a tiempo al arma en caso de urgencia. Su edad no era ningún obstáculo. Y si lo era… se había convencido tan ferozmente de lo contrario que ya no le quedaban dudas al respecto. Era un Rambo calvo, con pocos dientes y músculos negativos, pero era un Rambo al fin y al cabo. La pistola estaba cargada y Doug estaba preparado. Aquel tipo no inspiraba ninguna confianza. —¿No va a decir nada? —Si, un par de cosas… la primera, que no tendrás que utilizar tu arma para nada, al menos por ahora. Y la segunda… que mi nombre es Dahl Hume y que debes recordarlo. Todo se volvió absurdo por un momento. Doug se sentó en la misma silla en la que unos minutos antes había desayunado, en la mesa aún quedaba algún rastro de leche y sobre él apoyó sus codos. Sus manos sujetaron su cabeza y cerró los ojos. Sólo estuvo así tres o cuatro segundos, pero le parecieron más. Durante ese tiempo pensó en lo que estaba sucediendo. ¿Cómo era posible que no conociera de nada al extraño y que aquel tipo supiera quien era Doug?. No le había dicho su nombre, pero el tal Hume ya lo sabía. Y sabía también lo de la pistola en el tarro de las galletas. Y adivinó la posición de Rob, su vecino, estando de espaldas a él… era todo complicado y confuso. Y su mente ya no estaba para aquellos acertijos, no le apetecía comprender. Por un momento deseó despertar, y si aquello no era un sueño… exigía al guionista una copia de su vida, para saber qué demonios sucedía. Levantó los ojos de nuevo y allí estaba Dahl Hume, imperturbable y paciente, esperando el derrumbamiento de un anciano, de un viejo desdentado y sin fuerza. ¿Viejo desdentado y sin fuerza?, Yo no soy un viejo desdentado y sin fuerza, ¿Qué coño se ha creído?, ¿Dónde se cree que está?. Aquí las preguntas las hago yo. Estoy en mi casa. Esta es mi guarida, mi campo de batalla. Es él quien pretende atravesar mis líneas. Y soy yo quien debe impedírselo… Entre pensamiento y pensamiento su mirada pareció recuperar cierto brillo. Aún no estaba totalmente fuera de combate. —No pretendo dejarte fuera de combate— repuso Dahl como si estuvieran charlando animadamente y lo que pensara Doug estuviera al alcance de cualquiera… —¿Q…uién de…monios eres tú?. —Los labios de Doug tartamudeaban. Y también su mente tartamudeaba. —Estoy muerto. Soy un fantasma de esos en los que tu no crees, soy algo más que la estúpida ilusión de un viejo senil como tu. No soy producto de tu imaginación. Estoy presente y estoy aquí. Necesito algo y tu me lo darás. A cambio de lo que quieras, pero me lo darás. No existe la posibilidad de negativa, no puedes echarte atrás. Si te niegas mueres y si mueres así sufrirás después, te lo aseguro, así que ayúdame y tu dolor disminuirá hasta hacerse casi imperceptible, ¿de acuerdo? ¿Qué podía decir Doug?, Aquello ya era demasiado. Aquel tipo que parecía haber sufrido un accidente había entrado en su cocina sin la cojera que le acompañó hasta el porche de la casa. Sabía su nombre y dónde guardaba la pistola. Vestía todo de negro y no sudaba. No sudaba nada en absoluto. El calor no era aún muy fuerte, pero aquel tipo había venido andando desde bastante lejos y no parecía cansado. Había dos opciones, una, que estaba completamente loco y se creía un dios o un demonio. Y otra, que realmente lo era. Desde luego, ninguna de las dos consolaban a Doug. Una lo hacía muy peligroso, y la otra lo hacía mortalmente peligroso… A pesar de sus dudas logró decir algo, quizá no fuera lo ingenioso que debía, pero al menos rompió el silencio. Un silencio arenoso, como el del día que se perdió de pequeño, hacía tanto tiempo de aquello… —¿Y qué se supone que has venido a hacer?. O… ¿qué quieres que haga yo? —No es tan sencillo. Ahora no puedo ni debo decírtelo. Lo sabrás en su momento. Pero hasta entonces, ¿Por qué no me haces un favor y procuras tratarme como a un accidentado cualquiera? Dame algo de comer y actúa con naturalidad. Soy insustancial, pero ahora puedo morir. (pero ahora puedo morir) Eso había dicho el extraño. Doug lo oyó y lo archivó pulcramente en su cerebro en la letra M (Matarlo, posibilidades de). Aquello quizá debiera tenerlo en cuenta en el futuro. —Olvida lo que estás pensando. No puedes nada contra mí. Puedo morir, pero no eres tú el que puede matarme. Doug tembló una vez más y volvió a preparar un desayuno, esta vez no para él. Cogió galletas (no sin dirigir una mirada al bote donde estaba el arma) y le preparó al intruso un desayuno como el suyo. Cuando Dahl comenzó a comérselo el sonido evocó en la mente de Doug malos recuerdos, un cráneo estrellándose contra el suelo surgió de la nada, y se transformó en el todo para el viejo. Lo apartó como pudo con la mano, como los caballos espantan moscas enormes, verdes e hinchadas con la cola. Y aquel recuerdo putrefacto, también enorme en su cerebro, y verde y sumamente hinchado se esfumó durante un tiempo. Era un breve descanso frente a lo que quizá podría esperarle. Se sentía prisionero en su propia casa. Desafiar la voluntad de aquel tipo podría costarle la vida. Era una idea absurda e irracional. Pero la racionalidad, en aquel solitario paraje, parecía haberse tomado el día libre. …CONTINUARÁ